Esas cosas que impulsivamente una escribe en lo que dura una canción

El año del Gallo. Tanto se habla del gallo y del fuego y del ying. Un año de los buenos dicen que se viene. “Dicen”, en un poder otorgado al afuera cuando se busca dar globalidad a un algo que contenga la suposición.
Esta globalidad invisible que nos rodea y contiene, que nos trenza en una red que osa sorprendernos mientras no estamos atentos, y que se activa como una lamparita intermitente cuando susurra esto de “qué chico es el mundo”. No es que el mundo sea chico, es que somos muy inmensos aunque no recordemos, aunque la percepción sobre uno mismo cuando el equilibrio se tuerce para dar cauce a los instintos bajos, se vaya por la tangente y vocifere la noción errónea de que uno es un gusano que se arrastra por el suelo.
Un tendido eléctrico que conecta los cuerpos sutiles y los hace parpadear con cada luna, cuando el cielo está oscuro o el sol se disfraza de tormenta. Posibilidades infinitas que se magnetizan al pensamiento y se materializan para explayarse en este plano. Así de pequeños y así de inmensos, de águilas a lombrices y viceversa, en la ciclotimia natural que atraviesa en combinación al pensante que siente y al sintiente que piensa, que no es uno ni es otro, sino todo en su potencialidad.
En ese camino, víctima de la mente intelectual que comanda la vida social, los preceptos, lo preestablecido y lo que debería ser. Tiranía de las limitaciones que reducen al sujeto y lo vuelven objeto de definición, cuando el pensamiento acartonado lo pone en un frasquito y lo deja pasivo tras el vidrio.
Ese exceso contamina lo posible cuando nada en esta vida es definible, porque lo único constante en el plano material es el cambio. ¿Qué objeto o situación podría encasillarse como tal si todo está en permanente metamorfosis? Esa ilusa pretensión de nombrarlo, de decir que es “así”, alcanza lo que dura el rato y ese rato ya pasó. Una muerte en el gerundio del instante furtivo, que acaba cuando termina de pronunciarse y se disuelve en lo que suena su palabra.  
Y ese frasquito en el que se guardan posibilidades, se atrae con otras posibilidades de frasquito. Las que floten por fuera sentirán rechazo más no pánico de cualquier demanda que intente colocarla allí. Con qué derecho y qué necesidad habría ese frasco de cometer el pecado de encerrar lo que puede volar, lo que nació libre y liberado para honrar el proceso, el despojo y la infinita magnitud del movimiento constante.
Es la mutación el máximo regalo en esta tierra mental, que permite descubrir que por debajo de toda ola subyace lo que no se mide en instante ni concepto; lo que no puede definirse con el intelecto, que será y es el único hilo, el único halo que todo lo envuelve y todo lo es, por arriba, por debajo, por adentro y más allá.

Juliana Biurrun

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