81
Es el día de mi muerte. Ya lo sé. No tengo miedo. Confieso
que siempre esperé este momento. No por angustia ni mucho menos, mi vida fue
feliz. En un día del viaje rompí una estructura y me dejé llevar. En realidad
siempre estuvo rota. En realidad nunca existió.
Tuve amor y corazones quebrados; familia, amigos, sueños,
plantas, animales, belleza y placer sin forma. Tuve épocas en que no podía
dejar de sentirlo latir entre mis piernas. No importaba el lugar la hora ni con
quien estaba. Mientras hablaba me perdía en recuerdos apretados contra una
pared por mi cadera estremecida.
Es el día de mi muerte. Ya lo sé. No tengo miedo. Confieso
que siempre esperé este momento. No con angustia o algo parecido, sino con una
convicción que saboreo deliciosa. Será la fe. También sé que no querré volver
por un tiempo. Más tarde lo veré.
Los 81 años que hoy me llevan son apenas un instante en este
viaje. Un viaje tan largo que el segundo de esta vida desapareció hace ya diez
mil. Si fui mujer y parí entre leopardos. Si fui hombre y me morí de frío. Si
sumo todas mis vidas, si las divido entre los cinco millones de historia que
tiene la humanidad, ¿habré vivido sesenta mil vidas?
Mi pelo es blanco y no abunda. Perdí muchos dientes y mi
piel es uva pasada. El gato creció como una pantera y el potus se enredó por
toda la casa. Mis hijos tuvieron hijos y sus hijos hijos. Me siento brillar.
Nunca imaginé que tantas generaciones emergerían de mi vientre.
Es el día de mi muerte y nadie todavía lo sabe. ¿Debería
decirlo? Espero que recuerden celebrar mi partida con buen vino y rica música.
Que nadie llore ni se amargue, que nadie me amarre a esta tierra con su pena;
que ante el cuerpo muerto el alma vive, en cada historia que la noche le dio.
Juliana Biurrun
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