Yo deposito mis tesoros en el cielo

Se llama Javier y es de Neuquén. Hoy vive en Mar del Plata y se refugia entre las carpas que se acercan al mar.

Lo conocí una noche en que me pidió un trago de cerveza mientras caminaba sola por la costa. Mi primera reacción fue seguir adelante, pero unos pasos después me acerqué para regalársela. Sin planearlo empezó a contarme su historia y alzó la voz de una vida que no imaginé cruzarme en aquel momento. Curiosidad y esencia obligan, me sumergí en esa conversación y me dejé llevar por el relato que ahora comparto con vos.

Él llegó a Mar del Plata de la mano de un artesano y su mujer psicóloga que le dieron refugio en su vivienda. A cambio del techo, cama y comida, les limpiaba la casa, les cocinaba y compartía su amistad. Al cabo de un año esa historia se dividió y lo llevó a vivir entre las carpas de la costa marplatense, esas que los turistas alquilan para protegerse del sol y él cuida para caminar su vida.
Hoy vive en lo que llama un paraíso. Todas las mañanas se levanta al amanecer y contempla la belleza del reflejo del sol sobre el agua con sal. Pero viene del infierno mental y emocional, de lo profundo de un hueco donde perdió literalmente todo lo que tenía.

Durante tres años fue adicto a la pasta base. Por consumir vendió tres terrenos que tenía en la Villa 31 de Buenos Aires y se quedó sin nada literalmente. Pero tocó fondo cuando una tarde mientras manejaba bajo sus efectos -o con la resaca, vaya uno a saber-, tuvo un accidente en el que falleció su mamá que iba de acompañante.

“Todo lo que tenía, todo lo perdí por consumir. Realmente es algo que te absorbe y no te deja pensar porque lo único que sentís todo el tiempo es que querés más. Es algo que te dispara para arriba muy rápido y es muy intenso, por eso enseguida querés más y más hasta que no podés parar”, relató Javier.

En el medio de nuestra conversación un hombre se acercó a pedirle algo, evidentemente drogas. Se parecía a Keith Richards pero tenía la mirada más desquiciada. Javier lo rechazó y le dijo que se fuera. El sujeto me miró y le hizo un gesto de aprobación, como si yo estuviera allí por un interés similar. Entonces Javier lo volvió a echar con más intensidad. “Hay que hacerse respetar. Es muy duro vivir en la calle y si no te hacés respetar te cagan a trompadas, te matan. Yo dormí en la calle, comí de la basura y robé por necesidad. No lo volvería a hacer”, recordó.

Él cuenta que ahora no necesita más que algo para comer y un lugar donde vivir. Que descubrió que el secreto de la vida radica en los buenos pensamientos, sentimientos y acciones que deposita como tesoros en el cielo. “Lo único que nos queda es ser buena gente, no importa lo que pase, hay que ser bueno y pensar en bien, porque así llegan cosas buenas. De acá no nos llevamos nada y por eso yo deposito mis tesoros en el cielo”, aseguró.

Cuenta que abandonó el consumo por voluntad personal y sin ayuda. Él asegura que cuando se tiene una base de educación que permite discernir caminos, es posible alejarse del vicio con voluntad. “Aunque estaba tan hundido yo sabía como me estaba destruyendo. Por consumir me quedé sin nada y perdí a mi mamá. Si seguía con esa vida me iba a morir también yo. Pero lo que pasó ya pasó y ahora tengo que seguir adelante”, dijo.

No hay manera de saber si verdaderamente está recuperado del todo. Aunque su relato fue coherente, dicen que no se vuelve de adicciones tan profundas. Quizás tenga sus caídas o tal vez su voluntad en este aquí y ahora sea más fuerte que todo. Lo cierto es que él encontró su recuperación en el equilibrio de la balanza, en ser agradecido y llenar su nueva historia de bien.

Lo cierto también, es que cuando dejé caer mis prejuicios de chica sola en la playa nocturna, me encontré con un mensajero que apareció para recordarme lo importante de la vida y el sabor de lo desconocido, junto a la adrenalina de saber que siempre a la vuelta de la esquina, una nueva aventura se puede trepar por tus pies.


Juli Biurrún

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