Sobre las personas quemapelos
Los
quemapelos se caracterizan por tener ataques de verborragia reflexiva casi insoportables
para quienes los acompañen en ese momento de lucidez extrema u enroscamiento
absurdo. Cuando se despierta el síndrome, sus palabras se disparan incontrolables y con ellas los pensamientos
se proyectan como cañitas irreverentes hacia el cielo.
Éstos
sujetos a veces se identifican por leer el lenguaje mudo que se esconde en la
omisión, pero que rebelde, se escabulle por las comisuras de los labios cuando
hacen fuerza para ocultar lo que el consciente les dice que se callen.
Son defensores de la diversidad y militantes de la
coexistencia entre tantas opciones como mentalidades conformen una situación. En función de eso, son idóneos para generar un terreno donde no haya parcialidad y a la vez todas las visiones sean válidas.
Los quemapelos son reflexivos, intuitivos y analíticos.
Memoriosos y detallistas de las palabras y los modos, de los tonos de voz y
gestos de la boca; de las miradas y los enrojecimientos de la piel. Son
comunicadores por naturaleza y viven en su propio espiral de curiosidad. Así se
alzan capaces de generar tantas hipótesis a partir de una situación imaginaria,
que entran fácilmente en conflicto consigo mismos sólo para darse el gusto de
resolverlo después. Esto los hace inseguros, porque en esa búsqueda de lo cierto radican
sus dudas sobre lo posible y pesa fuerte el sentimiento de equivocación.
En sus dubitaciones
se declaran débiles, pero se refuerzan en la confianza de los propósitos y su capacidad
nata de entender una situación apartándose del lugar de parte y protagonista. Por
eso nadie mejor que un quemapelos para aconsejar y romper las estructuras de alguien
complicado para ver con claridad. Él o ella nunca van a juzgar y, aunque se esté equivocado
o se tenga razón, van a recordar que la verdad no es absoluta y que todo lo que
nazca sin intenciones de perjuicio, no amerita la pena. Es que son creyentes de
la virtud y bondad. Pecan de ingenuos y se tropiezan constantemente cuando descubren
que la sociedad no es buena como piensan y que con la intención no alcanza si no hay una pizca de picardía que acompañe el frente.
Por
suerte no todos son quemapelos. De aparecer estos especímenes con más
frecuencia en la vida cotidiana, el colectivo transitaría más irritado,
pendiente de los posibles de sus actos y los mensajes que se escapan por sus
comisuras. Pero la contracara de esa afirmación es poderosa y asegura que de
haber más muestras así por todos lados, el colectivo viviría más empático y
relajado con su entorno, se permitiría más transparente y cobraría seguridad en
la multiplicidad de opciones que determinan los modos en las relaciones
humanas.
De no ser quemapelos, estos sujetos no apadrinarían uno de
los sellos más fuertes que componen su personalidad. Y en este punto el público
se divide; algunos los quieren, los adoran; a veces no los soportan y muchas
otras piensan a secas que son unos tontos. Pero sobre las apreciaciones opuestas
que ésto despierta, el quemadurismo no es más que un defecto
convertido en virtud, que trabajado y bien encausado puede ser uno de los rasgos más
óptimos en quienes indaguen su percepción hasta el cansancio, para descubrirse
y ayudar a descubrir. Tal vez esa sea misión en la vida.
¡Hasta la próxima!
Juli Biurrún.-
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