Fucking Father Day
Se
despertó en la cama de su hombre. El sonido ensordecedor del timbre del
teléfono la sacudió del sueño y la almohada ensalivada. Maldito timbre, siempre
suena cuando no lo llama.
Era
la voz de su vieja, ambigua como siempre, pero esa vez con una gárgara de lija previa
que la desayunó con el regalo más puto para un Día del Padre (y no en el
sentido trivial de la palabra): Al viejo le habían robado el auto.
Así
amaneció su domingo más cerca del mediodía que de la mañana. El almuerzo que lo homenajeaba resultó confuso. Los aires flotaban raros y no había
sahumerio que los disimulara. Sus intenciones de una alegría de vino al
mediodía quedaron frustradas desde el primer sorbo.
Llegó
el postre y en la mesa caretearon sonrisas, pero cuando invitó a sus padres a
compartir un cigarro de flores en alguna post cena, de nuevo pensaron que se estaba
volviendo drogadicta y él la acusó, una vez más, de ser promotora del humo.
Para ella de los buenos, claro.
Como
siempre después de la comida, se juntó con la monada de su barrio antiguo. El
frío que caía sobre la ciudad aquella tarde era hostil, doloroso, seco,
insoportable. Los linyeras se calentaban en las salideras de las estufas. Cubrían
sus cabezas con bolsas de plástico y abrigaban sus cuerpos con diarios bajo la
ropa. Todo en un intento inútil para paliar el frío. Es que en esa ciudad donde
el billete verde abunda y los propietarios de Caniches Toy tienen licencia para dejarlos defecar en las veredas, no hay siquiera un refugio para vagabundos.
Después
volvió a su lugar. No el de su chico ni el de su mamá. Pensó que iba a estar
sola, pero pasó poco tiempo hasta que un par de arrancarisas tomaron su cocina
para ofrecerle una cena. Y así fue como, contra el inicio de ese día tan malo y extraño, se relajó. Después
de noches de sueño flaco pudo dormir. Por lo menos durante algunas horas... antes de volver a despertar en la mitad de la luna.
Juliana Biurrún
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